martes, 28 de diciembre de 2010

LA TETA DE LA LUNA

Las 11 de la mañana del 11 de septiembre del 2001 fue terrible para el mundo. Ese mismo día Oliva salió de la clínica de la estancia con una de las noticias más trágicas que mujer alguna pueda recibir. Tenía la mirada ida, el corazón acelerado y una tristeza infinita, en sus manos un papel verde que sentenciaba su tragedia. Caminó por horas sin rumbo hasta que cinco horas más tarde un policía la hizo reaccionar y le dijo que las Tres cruces no era lugar seguro para que una mujer anduviera sola y la regresó a su casa, en el barrio La Esmeralda. Al llegar todo le pareció ajeno, miró a sus hijos y un estremecimiento frío la hizo desvanecer frente a ellos. Cuando regresó de su miedo, los miró a los ojos y entre sollozos les anunció que tenía cáncer de mama, que se iba morir, que la perdonaran (como sí ella tuviera la culpa). Maite tiene 7 años pero una madurez profunda para entender la vida y sin más se quitó el escapulario y se lo colgó a su mami. Hernán, su otro hijo de 24 años, el hombre de la casa, porque Oliva es madre soltera, y quien la tiene como beneficiaria en COOMEVA, se quedó de una pieza, abrió los ojos como si hubiera visto el peor de los espantos, se tiró al piso y convulsionó.

Oliva tiene 42 años y vive con sus padres y dos de sus hermanas, y a ella le parece que estos miembros de su familia nunca comprendieron la angustia y el grado de susceptibilidad por el que atravesaba. Ellos dicen que no se trataba de subestimarla o hacerla sentir como la pobrecita, sino de tratarla como normal, que nunca la atendieron como una lisiada para que ella sacara su fuerza interior y luchara contra el cáncer, y por eso la trataron “aparentemente” como si no pasara nada, aunque por dentro todos sufrían, y ese miedo los hacia irritable.
Y no crean, por culpa de la teta de Oliva, la familia ha padecido días largos, llenos de histeria y desasosiego.

El 23 de noviembre la operaron y el 26 comenzaron las radiaciones que duraron 33 días consecutivos en el sector de Oncología en el Hospital Universitario San José. En esos 33 días, esperando turno conoció a muchos pacientes que días después se enteraba, habían fallecido. Eso era tristísimo y desalentador, hoy en día pasar por esos pasillos le da nausea y horror. Las radiaciones le pusieron la piel negra y la ropa le fastidiaba tanto que sentía la piel quemada. El mundo se le había venido encima, así, sin más y la sicóloga le decía que parte del éxito estaba en su buen estado anímico, que no desfalleciera, pero es que era tanto el dolor, el misterio, la desazón, la angustia, los muertos, el miedo, la pérdida de la fuerza en el brazo derecho, ese hueco...

Después fue la quimioterapia, unas inyecciones que le aplicaban en la vena cada tres meses y le provocaban mareo, calor, vómito, dolor de cabeza y caída del cabello. Para eso la internaban dos días en el hospital. Y los exámenes de sangre cada ocho días y el inicio de un tratamiento que durará cinco años, y consultas mensuales y biopsias y...

Oliva ya no ríe ni habla como antes, siente que la peor de las desgracias le tocó en suerte, pero al mismo tiempo, tener vida aun, es la mejor de las bendiciones de Papito Dios, su soporte.

No puede contar su historia sin dejar de llorar, de mostrar su irritación, de estar agradecida por aquellos que le dieron apoyo moral en los peores días, “siquiera una llamadita...” pero al mismo tiempo, es inevitable sentir un rencor sordo, como de río, por aquellos que fueron intolerantes con su dolor, por aquellos que no la apoyaron.

“Le cuento mi historia -me dice-, para que la gente se dé cuenta, que si uno lucha, desde adentro, con el alma, uno sobrevive, y que si a uno se la cae una de las gemelas, no se le cae la esperanza.”

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