domingo, 31 de enero de 2010

UN CABALLO EN SANTIAGO

En el barrio Bellavista de Santiago de Chile, queda La Chascona, la casa de Pablo Neruda. Allí sentado en la terraza de la cafetería vi el esplendor de una tarde amarrilla negándose a morir sobre los tejados de un barrio tradicional salpicado de turistas. En la tienda compré suvenires, camisetas y postales con la imagen del poeta convertido en ícono de baratijas tan vendidas como las del Ché Guevara.
Luego de las compras, los poetas y los versos del premio Nobel de 1971, nada mejor que buscar un lugar para cenar y deleitarnos con vino y alguna sabrosura de mar, que me pareció la especialidad de la mayoría de sus restaurantes. Optamos por Sommelier, donde elegí un risotto de azufre con moluscos (elegido al azar con el dedo del ciego)

Los bares y restaurante del barrio Bellavista son como los de La Candelaria de Bogotá. Están repletos de bohemia, historia y buen gusto. Pequeños museos con fotos de músicos, poetas o visitantes ilustres (en este último me tomé una foto, para mandársela a su dueño por si un día alcanzo el alias de “personaje ilustre”. Ya saben: la vanidad como la prostitución, son dos de los pecados más viejos y lucrativos del mundo).

Los chilenos tienen fama de ser tan alcohólicos como los rusos. Dicen que levantar codo no está mal visto, y por lo tanto fui sometido a una competencia inocua para intentar demostrar quién tomaba más: si un colombiano hablando de García Márquez y Oscar Collazos, o cinco chilenos hablando de Neruda, Huidobro, Gabriela Mistral y Roberto Bolaño (el último grito de la moda, por cuenta de la babeante necrofilia literaria)

Un vino chileno, tomado en Chile, sabe más rico que tomárselo en el parque Caldas de Popayán de una caja de cartón (el vino es elixir del verbo eterno, que alimenta la inteligencia y el buen gusto, o remoja bien las nostalgias de una buena soledad- he dicho.)

El vino es tradición de herencia española, y el país ocupa el noveno lugar en el mundo en producción de tintos. Aprendí que el mejor, por su color y cuerpo, es el cabernet sauvignon, que siendo de origen francés, se da bien porque el clima favorece los viñedos chilenos. Y que si pido un “tinto” en Chile, nunca me servirán un café sino un vino.

En los “cafés con piernas” me ilusioné. Al entrar en Macumba Café y luego al mítico Barón Rojo, se me alborotó el judío que hay en mí (y me mentí diciéndome que al llegar a Colombia iba a montar un negocio similar). Estos cafés situados en Centros comerciales y calles del centro de la ciudad, abren todo el día y son atendidos por mujeres en tangas brasileras y tetas al aire… que sirven capuchinos o expresos adobados con sonrisas y temblores corporales… temblores que hacen estremecer al más puritano.

Luego, claro que sí, anduve como caballo desbocado por el Palacio de la Moneda de facha-da neoclásica-italiana, me tomé fotos en La Plaza de la Constitución, las portadas de La Catedral Metropolitana, el Club Hípico, la Universidad de Chile, El Cementerio Central. Y oh, sorpresa en El parque Forestal, sobre la avenida Cardenal Caro, me encontré de frente con un caballo que me puso feliz: una escultura regordeta donada por el maestro Botero con una tribu de punks bailando a su alrededor. El realismo mágico también existe por aquí.

TEMUCO: LOS PICAROS INDIOS

La fama de holgazanes, borrachines y amigos de lo ajeno que tienen los indios mapuches es parte del estigma y la confrontación que tienen los indígenas con los “blancos” de Santiago de Chile y centros urbanos. En la IX región de la Araucanía, esta la ciudad de Temuco donde conviven mapuches y blancos, pero cada uno por su lado, como ocurre en la comunidad de Silvia Cauca, donde los pobladores nada o poco quieren saber de los guámbianos, y unos a otros se descalifican.

Los conquistadores europeos al invadir y someter a los pueblos indígenas latinoamericanos nunca pudieron con los mapuches, pues no vivían en grupos, eran nómadas y carecían de un líder común que les diera una organización política como la que tenían los incas, chibchas o mayas. El escritor Alonso de Ercilla, escribió “La Araucana” donde da cuenta de las bárbaras guerras entre españoles y mapuches, texto que hace parte de las valiosas crónicas, testimonios y narraciones de la conquista. Hoy en día, en los parques de la ciudad están las estatuas de Lautaro y Caupolicán, los héroes de la novela de Ercilla, que siguen alimentando el mito del indígena guerrero e indomable. Pero los guerreros de ahora ya no usan caballos, lanzas y flechas; ahora sus formas de lucha y resistencia frente a la cultura del hombre blanco están en el internet, los periódicos escritos, los partidos políticos y las emisoras de radio, que les permiten orientar reivindicaciones varias, algunas referidas a la obtención de mejores condiciones de vida, más presupuesto del Estado y el respeto por la madre Tierra. Actos y acciones que son apoyados económicamente por “oenegés” europeas. Nada distinto al actuar de los indígenas paeces y coconucos del Cauca.

A pesar del smog, Temuco es una ciudad atractiva por lo limpia y ordenada. Y en sus grandes centros comerciales se pueden apreciar los nefatos efectos del tratado libre comercio (TLC) de Chile con Estados Unidos, en la medida que la mayoría de productos de alimentos y aseo son enlatados gringos con etiquetas en inglés, además de las tiendas de ropa usada “made en USA” de precios bajos y tallas extra-grandes. Pero sin duda, el mejor sitio para ir de compras es el Mercado Municipal donde se pueden ver lo más típico de la cultura mapuche. Objetos elaborados en madera como los “indios picaros”, bisutería de plata, vistosos ropajes confeccionados a mano, y “el merquén”, una especie de ají seco, ahumado y molido que hace parte de los secretos culinarios de la región. Con suerte, se podrán conocer los “huevos azules” de gallinas silvestres (únicos en el mundo) y que por su curiosidad y mito se venden a precio de oro. Eso sí, no hay que olvidar pasar por la “la mesa larga” del mercado a degustar unas buenas otras, y otras delicias del mar Pacífico.

Dicen que en Temuco nació Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto, más conocido como Pablo Neruda, pero los de Parral lo discuten. Lo cierto es que el poeta vivió allí su niñez, y hoy, el Museo Nacional Ferroviario lleva el nombre del poeta en la medida que fue el lugar donde trabajó su padre. Para terminar mi crónica de viaje, recomiendo visitar el Estadio Municipal, darse un paseo por la Avenida Alemania y entrar al Museo Araucano, para tener una idea más completa de Temuco, su historia y sus gentes.


LOS PICAROS INDIOS
Por Marco Antonio Valencia
valenciacalle@yahoo.com

domingo, 10 de enero de 2010

VALPARAISO

“ES TAN CORTO EL AMOR Y TAN LARGO EL OLVIDO”

En los malecones de Valparaíso, en el barrio Santo Domingo de Chile, visité un bar inolvidable (de cuyo nombre quiero acordarme pero la memoria no me alcanza). Allí un hombre de barbas a lo papá Noel, sombrero maltrecho y dedos de mago, que tocaba en un acordeón milongas y tangos, dependiendo del trago que uno le invitara, me habló de los crímenes de lesa humanidad que significan los golpes de estado y los presidentes perpetuos. Desde la puerta del bar se podía ver un cielo bermejo sobre un mar azul intenso que estremecía. Por eso es la joya del Pacífico, me dijo la mesera, poniendo sobre mi mano un pisco saguar (una mezcla de aguardiente, limón, azúcar, clara de huevo y hielo picado). Cuando le dije que era poeta, “la mina” me dijo que la bebida era gratis y me dio un beso largo, salivoso, estremecedor que recibí con los ojos abiertos (¡Pucha!: “es tan corto el amor y tan largo el olvido”, escribió Neruda).
A los poetas se les atiende bien me explicó el viejo acordeonero, porque ellos escriben cosas bonitas que traen turistas, y porque gracias a esas palabras bonitas, la ciudad fue declarada patrimonio de la humanidad (por la Unesco en el 2003). Al momento me rodearon un grupo de mujeres de todos los colores y todos los idiomas. Hermosas hetairas que viajaban de todas partes del mundo a esperar marineros que pagaban sumas escandalosas por besos y caricias. Por mil dólares me dejo besar en la boca, por dos mil me dejo pegar, y por tres mil lo hacemos sin condón, me dijo una japonesita menudita tratando de ilusionarme. (“Primero hay que saber sufrir, después amar, después partir y al fin andar sin pensamientos…” cantó su tango el acordeonero para confundir esa tristeza que da, en medio de las alegrías).
En “La Sebastiana”, la casa de Pablo Neruda conocí al poeta Juan Jara (familiar de Víctor Jara, canta autor asesinado por las fuerzas represivas de Pinochet por los delitos de pensar y soñar distinto). La casa de Neruda queda en el cerro de Bellavista, es estrecha y parece un laberinto de escaleras. Hoy en día tiene un salón de videos, muchas colecciones que pertenecieron al poeta y es administrada por una Fundación que agenda eventos culturales. Desde el altillo se pueden ver las viviendas deslizándose hasta un plan que colinda con la bahía, y claro: el cielo del mar confundido con el cielo de la poesía y la luz de los inmigrantes (se supone).
Para ir a La Sebastiana me di el gusto infantil de subir a un funicular. Luego Jara me hizo montar entrolebús, almorzar merluza frita y me llevó hasta las puertas del edificio El Mercurio (el periódico de habla hispana más antiguo del mundo) para que me hicieran una entrevista. Tuve que confesarle a Juanito que yo era un poeta de auto-publicación. – ¡Chuca!, puta la weá ¿O sea que nos famoso? Entonces vos sos como yo, -dijo-, un desconocido para el mundo editorial, cachai? ¿Uno de de esos que publica libros fomes que ni la mamá lee, cachai? ¿Un cabro que visita tumbas de poetas para que se le pegue le huevada, cachai?, choca esos cinco hermano latinoamericano. ¡Puta la weá, si será pequeño el mundo, cabro! Y en un claro viso de humor negro me arrastró hasta al museo del Payaso y el Títere…
Bueno, luego también visitamos el Museo de Historia Natural para terminar en una fonda cerca del mirador O'Higgins, tomando cerveza Austral, no crean que todo fue decepciones.

jueves, 7 de enero de 2010

TRES CUENTOS DE MARCO ANTONIO VALENCIA CALLE

Por: Marco Antonio Valencia Calle
valenciacalle@yahoo.com

1.
Ayer intenté enamorar a una mujer. Fue una lidia difícil. Hoy, un día después, a las diez de la mañana sigo en cama, exhausto, con el cuerpo adolorido y la boca amarga. La cabeza me da vueltas y no tengo ganas de levantarme. Me siento vacio, como ido de mí… como si al sacar mis artes y armas de conquistador a la plaza, un toro me hubieran revolcado, sacado las entrañas y el alma se me hubiera quedado tirada en el ruedo, o en el ruego. Me exigí a fondo, lo juro. Me entregué a la conquista como nunca, pero todo fue en vano. La mujer me sonreía como ilusionada, me atendía, se veía feliz y sus ademanes me indicaban que mi labia y mis deseos triunfaban sobre su carácter y personalidad. Nada se me escapó: los halagos bien capoteados, la mirada como banderillas, la grandilocuencia en la pose, la poesía en el ritual, la música en el corazón, el humor en la gradería, las palabras inteligentes al oído, la humildad para el engaño… los detalles, los gestos, los roces, la caballerosidad, la tentación, la luna, el vino, la música, el viento, la colonia, el olor, el aseo, la risa, las bellas historias, la caricia, la magia, el interés, la provocación, la insinuación… toda mi experiencia de años, los conocimientos aprendidos en el arte de capotear mujeres difíciles, la improvisación que solo es posible en manos de un maestro fueron expuestas ayer por mi parte… Lo juro, quise triunfar como nunca y como siempre, y no ahorré detalles para salir por la puerta grande y terminar en una cama ancha… pero al final, después de horas en que el mundo dejó de existir a mi alrededor, de una batalla en que lo di todo, de minutos de concentración, espera, maña y delicadezas, nada… la mujer me dejó tirado en medio de palabritas que sonaron como aplausos de consolación, agradeció en nombre de su vanidad que me fijara en ella, una mujer casada, con la tripa inflada, la piel dañada por las estrías, un mal aliento sin causa, las tetas inservibles y la vagina seca.
-Estoy viejo, Dios mío. Es terrible amanecer y darse cuenta que he perdido una corrida por vejez. Duele todo, especialmente el corazón mismo de la vanidad entera. Pero por favor, querido Niño Dios… llega diciembre y vuelven las corridas de toro en mi pueblo. Devuélvanme, querido Niño, mis dotes y mis armas. Que ya no sea capaz de conquistar a una mujer vieja y fea, vaya y venga, pero a la plaza de toros quiero volver, y aunque sea a una vaca vieja… déjame tirar.

2.
La mujer alzó la mirada, el brazo, la copa y sus deseos. Me miró de frente, con todos sus desafíos en el gesto y los senos inflados de silicona invitándome a brindar. “Feliz navidad”, le gesticulé en medio de la bulla, desde el otro lado del restaurante. Ella entendió el accionar de mis labios, así como entendí “esta noche te vas conmigo”. Sonreí, me sentí vanidosamente conquistador y deseado, pero pronto la olvidé para dedicarme a mi novia y la familia en una cena de navidad, llena de reencuentros, risas, regalos, tragos y buenos deseos para todos. Celebré mi navidad feliz con la mirada fija de la mujer de senos grandes a la que veía con el rabillo del ojo cada que alzaba la copa para brindar. A media noche, al ver a mi novia mirándose y mirándose y mirándose con un tipo de otra mesa, que al sacarla a bailar le había dicho que “era su ángel de la consolación”, salí lleno de celos del restaurante, subí a mi auto y me fui solo a casa. En mi aturdimiento alcohólico, en vez de frenar, aceleré… y el carro se fue de frente contra una mula de 24 llantas. En esa fracción de segundo que hay entre el último suspiro de vida, y el paso que hay hacia los patios de los infiernos… alcancé a vislumbrar a la mujer de tetas grandes y labios carnosos diciéndome: “te lo dije: esta noche te vas conmigo.

3.
Abrí el regalo y encontré un papel. Una lista de deseos. Mi papá murió hace tres días y curiosamente dejó un regalo. Justo él que nunca dio regalos en su vida con el pretexto de no hacerle juego al capitalismo consumista nos dejaba un regalo de herencia. Todos sus hijos y sus dos mujeres estábamos allí a la expectativa, más por la curiosidad que por otra cosa. La tarjeta decía: “para toda mi familia”. Leí el texto mentalmente, sentí un vacio en las entrañas, arrugué la frente y se lo pasé a mi madre. Ella lo leyó en silencio, abrió los ojos, nos miró a todos y se la pasó a la otra mujer de mi papá que apenas habíamos conocido ayer, a la hora del entierro. Ella leyó con dificultad moviendo los labios, arrugó la cara dejó ver sus dientes lindísimos, miró alrededor y se la pasó a mi hermana menor que estaba a su lado. Mi hermanita a cada renglón movía la cabeza de un lado para otro en señal de desaprobación, al final se rascó la cabeza con la muñeca de la mano que agarraba el papel y se le entregó al medio hermano que conoció ayer y que ojeó el texto sin inmutarse y con cara de piedra. Mi hermana la gorda, leyó rápido, se sonrió a cada línea y al finalizar su lectura suspiró hondo, se encogió de hombros y se lo pasó al tío portador del regalo que hacía las veces de testigo de la voluntad de mi papá. Cuando todos leímos, la otra mujer se paró y dijo: “Entonces, que se haga su voluntad, ¿no les parece?” Nadie dijo nada, pero con el silencio aceptamos que era lo mejor. Fue allí cuando comenzamos a abrazarnos y a desearnos feliz navidad y próspero año nuevo.

martes, 5 de enero de 2010

NO TODO ESTA PERDIDO

Marco Antonio Valencia Calle
www.manvalencia.blospot.com

Van pasando los años y las arrugas no le hacen gracia a María Engracia. Con el correr galopante del calendario van llegando las enfermedades, los caros cuidados alimenticios y las visitas cada vez más frecuentes al médico. A María Engracia, la vida de vieja, no le gusta mucho que digamos. Tener que visitar al médico después de los suplicios padecidos para conseguir la cita, la enferman. ¿Quién podría alegrarse de las idas al médico con estos sistemas de salud, cada vez más perversos y neoliberales?
A mí tampoco me hace fiesta el corazón tener que venir al médico. Pero con la llegada de los carnavales y el nuevo año, me llegó de visita una gripa quiebra huesos que se manifiesta con malestar general, migraña espantosa y litros de mocos. Al toser, me duele hasta los tuétanos y por momentos siento angustia por falta de aire. La médico, por protocolo, pero sin interés verdadero, me toma el pulso y escucha mi respirar. Alcanzo a pensar que para ella es más importante su almuerzo que mi triste humanidad adolorida y mocosa. Se le nota el desinterés por mis dolores y quejidos. “El sistema la volvió inmune al dolor del otro”, pienso. Me estira la formula y “tome líquido y guarde cama”. Me receta unas pastillitas (de esas que recetan para todo y para nada) y, “vuelva si no mejora”. Le digo que llevo dos semanas enfermo, sonríe y sentencia: “Es que ahora anda mucha virosis por ahí, por el cambio de año, tú ya sabes”. Su actitud me produce lástima.
Salgo del consultorio y María Engracia está llorando, me siento a su lado y le pregunto el motivo. Dice que llora por las torturas que le producen la vejez. Entonces, sin saber por qué, me pongo a llorar con ella. Un tipo con barriga cervecera viene y pregunta el motivo de mi llanto. Le digo que no sé cómo, hace días perdí la risa y por nada del mundo la encuentro, y que la señora llora por su juventud perdida. Y sin más, el gordo se sienta a llorar con nosotros. Una adolescente de ojos achinados pregunta por qué lloramos, y el hombre contesta: “yo perdí mi salud, ella su juventud y él, dice que la risa”. Y se queda mirándola como preguntándole: “¿y vos?”. La niña de ojos rasgados se sienta a llorar igualmente. Pero no llora a suspiros entrecortados como nosotros, sino que berrea. La médica sale del consultorio, y cuando todos creíamos que iba a preguntar por qué llorábamos (yo hasta sospeché que se iba a solidarizar y a llorar con nosotros), sin decir nada, ignorándonos de plano, cierra con llave su consultorio, pasa sus ojos indiferentes sobre el coro de llorosos y se va, como si nada, en busca de su almuerzo con papas al ajillo.
Poco a poco vamos dejando de llorar, nos secamos las lágrimas ya con pañuelos, el reverso de las mangas de camisa o simplemente con los dedos. Nos miramos, y comenzamos a reír, al principio con una mueca de disculpa, luego con una sonrisa larga de “qué pena con ustedes”, y más tarde con una carcajada colectiva. Que “oso”. Llegar al colmo de llorar con gente desconocida, sin más ni más. No despedimos. Antes de alejarme alcanzo a escuchar a doña Engracia: “Después de todo. Gracias a Dios, todavía existen los consultorios médicos para venir a llorar”. Salgo del edificio. Abatido, y con más ganas de llorar. He descubierto que al final de unas buenas lágrimas, pueden existir luces para una buena sonrisa. Pero mi risa… sigue perdida.