domingo, 19 de abril de 2009

EL TURISTA

Por: Marco Antonio Valencia Calle

Me gusta salir a las calles del mundo, caminar perdido entre la gente, mirar la cotidianidad de la vida, apuntar, y ¡clic!; así como me gusta luego sentarme a ver las fotos detalle a detalle en la soledad de mi casa, en Vancouver. Las fotos de Popayán me quedaron preciosas. Es una ciudad que guarda su magia para las cámaras. Mejor dicho, me parece más bonita retratada que en la realidad, sin decir que la ciudad no tenga un paisaje pintoresco y bello, especialmente en los días de Semana Santa, donde todos los ciudadanos ponen de su parte para enlucir sus casas y espacios públicos.
Mi especialidad es fotografiar desnudos de mujeres de la cotidianidad. Mi trabajo comienza en cualquier calle, en cualquier lugar, en donde me atrape un olor, un gesto, o una sonrisa misteriosa. Me gusta ensoñar a una mujer que pasa por la calle, perseguirla, acercármele despacio, llamar su atención, hablarle de cualquier cosa, comenzar a contarle de mi trabajo, hacerla reír, lograr que me acepte un café, seducirla con la historia y con la palabra, y finalmente… lograr que se desnude para mi Nikon. Es todo un desafío. El arte del cazador. A veces no sé qué es más difícil: si encontrar una mujer natural y corriente que valga la pena, enredarlas hasta convencerlas, o tomar las fotografías.
Me atrevería a pensar que esta es una ciudad para los que aman la soledad, o para los que disfrutan del silencio y el anonimato. El cuarto día, el Jueves Santo, cuando ya creía que mi viaje a Popayán en busca de una mujer para mi Nikon era en vano, detrás de un ramo de veraneras, en el jardín de una casona vieja con lava pies, descubrí a la mujer que me recompensó la paciencia. Una chica de cabellos rojos y miradas que estremecen.


Las mujeres de una ciudad como ésta, tan húmeda y silente, tan anómala y vertical, despiertan un encanto especial para los hombres que venimos de ciudades con el frío del otoño, la primavera y el invierno entre los huesos. No sé si me explico. Hay personas que aman el Caribe y las mujeres del Caribe, que sueñan con barranquilleras o boricuas de labios gruesos o jineteras cubanas por sus anchas caderas y su alegría espontánea. Pero las mujeres de los Andes, o mejor, las mujeres para mi Nikon, son como las que una encuentran en Popayán, porque lo tienen todo, y lo saben todo al mismo tiempo.

La mujer hablaba por teléfono. Comencé a tomarle fotos a discreción, ella me descubrió y sin decir nada, sin dejar de hablar, sin soltar su teléfono, y como si me hubiera leído las intenciones, comenzó a desnudarse con una maestría deslumbrante. Luego soltó el aparato, se me acercó y me dio un beso. Sus senos rozaron mi lengua o viceversa, no sé. El beso fue largo, extraño, profundo, incandescente, quemante. Lástima que no se puedan fotografiar los besos. Luego desapareció sin más, pero yo, con ese beso, con esas imágenes en mi Nikon, encontré el nido de las mariposas amarillas de la irrealidad de Macondo, el origen de los arcoíris en el universo, y hasta la explicación de las fiebres tropicales que mataron al Libertador en Santa Marta, mientras idolatraba a su amante Manuelita.

domingo, 12 de abril de 2009

LA PITONISA

POR: MARCO ANTONIO VALENCIA

Esta mañana fui donde la pitonisa que escarba mis días en el sol de mis entrañas. Y me dijo de una, sin preámbulos ni disimulos, que esa mujer del carro blanco no me convenía. Que si meto el dedo en su cuerpo, abriré el dique de un río turbio, lleno de corrientes violentas y rápidas que jamás me dejarán escapar.
Esa mujer, me dijo, espantando el humo del tabaco de su rostro para que pudiera verle los ojos amarillos y ensangrentados, es la perdición de tu alma. Si pones tus ilusiones sobre su pecho y vuelves a beber en su compañía, caerás en un hechizo para el cual no hay remedio, ni brujos, ni antídotos. ¡Te lo advierto!
Quise preguntar algo, pero no me dejó, tomó mi mano, me señaló una línea y con voz de ultratumba continuó, ¿ves esto?, es un corte de peligro, esta liniecieta de aquí, es ella. Y en ti esta continuar con tus días mediocres de felicidad, o cruzar la vida, y partir tu destino dejándote seducir por la incertidumbre de una aventura sin ojos. Y lo peor, mi muchacho, es que puedes elegir. Pero ni lo pienses. Sencillamente no la vuelvas a ver. Olvídate de ella, vuela por otras montañas otros mares, otros amores. Allí donde alguien pensó triunfar han muerto decenas. Nada, ni nadie puede contra esta hechicera insaciable de amores arrebatados. Déjale esos heroísmos a otros. Además, no te salvaras, quedarás incinerado allí, entre su vagina y sus historias.
Tus ángeles han evitado la caída. Están despiertos desde entonces, cuidándote, en vigilia, pero ya flaquean, y si los devaneos vuelven, nada detendrá tu caída en la cama de esa historia terrible. La hechicera es poderosa y sabe que tiene que vencerte, atraparte, llevarte consigo como un trofeo. Huye. Simplemente huye, entes que sea tarde. Y no te puedo decir más, ni dar respuestas. Págame, deja allí lo que quieras, hasta luego.
Y me dejó solo, en medio de un cuarto con piso de barro, paredes de bareque con telarañas en las esquinas y matas secas encima de los armarios, con ropa colgada en cabuyas sobre la cama y un racimo de plátanos a un lado de la mesa. El olor a eucalipto se confundía con el de hierbas y otras ramas que desconocía. Un gato con sus ojos de diablo me vigilaban desde la penumbra. Del techo colgaban ollas tiznadas, cueros disecados y creo que hasta un murciélago hacia su siesta por ahí.
Salí del cuarto y tuve que cerrar los ojos porque el brillo del día me lastimaba. Había un barranco y algo me empujaba hacia él. Siempre pasa. Un espíritu burlón me empuja, me toma del cuello y quiere divertirse conmigo viéndome volar y destartalado al final de cualquier abismo. Pero no, no es el momento de jugar a las fobias. Y me pregunto: entre el abismo de ahora y el que me señala mi pitonisa, ¿cuál es peor?
La mujer que me espera en el carro blanco, saca la mano, y hace señas para que baje rápido.