domingo, 20 de marzo de 2011

UN CABALLO EN SANTIAGO

En el barrio Bellavista de Santiago de Chile, queda La Chascona, la casa de Pablo Neruda. Allí sentado en la terraza de la cafetería vi el esplendor de una tarde amarrilla negándose a morir sobre los tejados de un barrio tradicional salpicado de turistas. En la tienda compré suvenires, camisetas y postales con la imagen del poeta convertido en ícono de baratijas tan vendidas como las del Ché Guevara.
Luego de las compras, los poetas y los versos del premio Nobel de 1971, nada mejor que buscar un lugar para cenar y deleitarnos con vino y alguna sabrosura de mar, que me pareció la especialidad de la mayoría de sus restaurantes. Optamos por Sommelier, donde elegí un risotto de azufre con moluscos (elegido al azar con el dedo del ciego)

Los bares y restaurante del barrio Bellavista son como los de La Candelaria de Bogotá. Están repletos de bohemia, historia y buen gusto. Pequeños museos con fotos de músicos, poetas o visitantes ilustres (en este último me tomé una foto, para mandársela a su dueño por si un día alcanzo el alias de “personaje ilustre”. Ya saben: la vanidad como la prostitución, son dos de los pecados más viejos y lucrativos del mundo).

Los chilenos tienen fama de ser tan alcohólicos como los rusos. Dicen que levantar codo no está mal visto, y por lo tanto fui sometido a una competencia inocua para intentar demostrar quién tomaba más: si un colombiano hablando de García Márquez y Oscar Collazos, o cinco chilenos hablando de Neruda, Huidobro, Gabriela Mistral y Roberto Bolaño (el último grito de la moda, por cuenta de la babeante necrofilia literaria)

Un vino chileno, tomado en Chile, sabe más rico que tomárselo en el parque Caldas de Popayán de una caja de cartón (el vino es elixir del verbo eterno, que alimenta la inteligencia y el buen gusto, o remoja bien las nostalgias de una buena soledad- he dicho.)

El vino es tradición de herencia española, y el país ocupa el noveno lugar en el mundo en producción de tintos. Aprendí que el mejor, por su color y cuerpo, es el cabernet sauvignon, que siendo de origen francés, se da bien porque el clima favorece los viñedos chilenos. Y que si pido un “tinto” en Chile, nunca me servirán un café sino un vino.

En los “cafés con piernas” me ilusioné. Al entrar en Macumba Café y luego al mítico Barón Rojo, se me alborotó el judío que hay en mí (y me mentí diciéndome que al llegar a Colombia iba a montar un negocio similar). Estos cafés situados en Centros comerciales y calles del centro de la ciudad, abren todo el día y son atendidos por mujeres en tangas brasileras y tetas al aire… que sirven capuchinos o expresos adobados con sonrisas y temblores corporales… temblores que hacen estremecer al más puritano.

Luego, claro que sí, anduve como caballo desbocado por el Palacio de la Moneda de facha-da neoclásica-italiana, me tomé fotos en La Plaza de la Constitución, las portadas de La Catedral Metropolitana, el Club Hípico, la Universidad de Chile, El Cementerio Central. Y oh, sorpresa en El parque Forestal, sobre la avenida Cardenal Caro, me encontré de frente con un caballo que me puso feliz: una escultura regordeta donada por el maestro Botero con una tribu de punks bailando a su alrededor. El realismo mágico también existe por aquí.

SEMANA SANTA EN POPAYAN: CARA EN ALTO, PECHO FIRME Y ALCAYATA A PLOMO

Los viejos cargueros dicen que por culpa de la humedad de Popayán se aumenta el peso de los pasos. Que si se pusieran capirote, por esa misma humedad de ahogarían. Que muchos no sudan, que es la transpiración y la humedad la que les moja el túnico. Dicen que los mejores días para una procesión son aquellos de luna llena, y los peores son aquellos que por culpa de la lluvia no pueden sacar la procesión.
A los cargueros les gusta mostrar “su huevo” para chicanear frente a sus amigos y familiares, es decir, ese tumor que se les forma con los años de carguío. Les gusta que se les inflame, se les haga ampolla y se reviente en plena procesión para sentir el dolor y luego un gran descanso cuando un líquido transparente, de agua sangre, les corra por el pecho, y así poder contarlo con orgullo a nietos y novias. Los médicos le llaman al huevo fibroma clavicular. Los viejos cargueros, los de antes, se ortigaban con hierbas de pringamoza para desinflamarse los hombros, ahora dicen que esa practica la tienen prohibida. Pero las abuelas en casa los mandan a la procesión curados con bebedizos, pomadas y fajas para que no se revienten o se hernien en su actividad. Los cargueros viejos se preparaban un bebedizo con brandy, miel de abejas y cola granulada pero alguna vez a un carguero le dio churrias en plena procesión y el bebedizo cogió mala fama. Para evitar la hernia se fajan el pecho o usan suspensorios. La mayoría de cargueros han sufrido por culpa de su devoción de hernias inglinales o umbilicales. Dicen que todos los que cargan el paso del Cachorro, uno de los más pesados, tienen el ombligo brotado. Cuando un paso esta mal acotejado, el más alto siente como se le encogen las costillas y lo peor que puede hacer es agacharse, por el contrario, lo que tiene que hacer es “tirar para arriba”. Los buenos cargueros son aquellos que saben manejar los dos hombros, “es decir los que tienen dos huevos”. Y los cargueros más hombres son los que son capaces y tienen la osadía (y la locura) de cargar dos o tres días a la semana. Dicen que ahora, por salud, esta prohibido cargar más de dos noches. Las leyes del carguero son claras: hay que tener la cara en alto, el pecho firme y la alcayata a plomo. Al carguero, la devoción le ayuda a cargar. Saberse un Simón Cirineo le inspira, le da fuerza y lo llena de orgullo.
A los cargueros, desde hace treinta años se les prohibió mascar chicle y beber en la procesión, pero a veces no se aguantan abstenerse ni de lo uno ni de lo otro. No faltan las anécdotas de cargueros que se caían de borrachos al terminar la procesión. Se sabe que hoy en día, algunos como truco de buen carguero llevan dulces para evitar la resequedad en la garganta o las babas en la comisura de los labios.
Cuando se coge barrote, la respiración se hace difícil, y es cuando empiezan a pujar, y luego a soplar para inflar los pulmones. Cuando ponen la alcayata bajo el barrote para descansar tienen la sensación de desarrugar las costillas como si fuera un acordeón. El sudor es frío, y al terminar la noche es como si se les hubiera vaciado un balde de agua encima. A veces la cara o las piernas les comienza a temblar de manera involuntaria, a veces se les va las luces y sienten que se van a desmayar y es cuando se acuerdan de Dios y por su dignidad, honra y buen nombre comienzan a pedirle a Dios (que no a pedirla) que les de valor para poder terminar la procesión.
Los cargueros les tienen miedo “a los críticos” que son sus propios compañeros, es decir los cargueros de otros días. Los críticos se hacen casi al final de las procesiones para verle la cara a los que van llegando; entonces hay que templarse, sacar pecho y hacerse los fuertes aunque por dentro se esté a punto de morir. Como sea, al final de la noche, el Síndico de su paso los invitará a su casa a comentar los pormenores, a unas merecidas empanaditas de pipían, tamales, carantanta y mucha aloja.

miércoles, 2 de marzo de 2011

¡QUE PEREZA!

Que pereza volver al trabajo después de tantas delicias, de tantas vacaciones. Que pereza tener que cubrirse el rostro de la felicidad para ponerse las caretas del combate frente a la grosería de los necios. Que pereza ser otra vez lo que dejé de ser hace unos días: un funcionario gris de uniforme gris de vida gris de pensamientos grises e hipocresías tontas. Que pereza volver a bordar cotidianidades en medio de la inseguridad de este pueblo de calles blancas por donde rondan niños con baleros y vicios humeantes. Que pereza volver a escuchar las promesas con rostros de mentira en este paraíso de pulgas, en este infierno chiquito, en esta laguna de peces tontos. Que pereza volver a encontrarse en el mercado de los chismes a la intriga con faldas y a esos comentarios callejeros para hacer sopa con la honra de los necios. Que pereza tener que toparse con esos encantadores de sapos y serpientes que comercian con las necesidades de la gente y de los otros. Que pereza regresar para tener que armarle promesas, pasiones, intrigas y amores a los jefes, patrones, clientes y meretrices de ocasión. Que pereza volver a escuchar los lamentos de tanto pobrecito enredado en las ganzúas de sus propios problemas. Que pereza llegar al trabajo después de unas vacaciones largas, victoriosas, regocijantes, crujientes, dulces, alicoradas, desconectadas, vibrantes, musicales, poéticas, opíparas, libidinosas, amorosas, regodeantes, fáciles, felices, cómodas, hogareñas, tranquilas... Que pereza volver al collage de los afanes de la calle, al nudo gordiano de las deudas, al florecimiento milagroso de las pesadillas que nos provocan los maricas de turno. Que pereza tener que volver a pintarle pajaritos en el cuaderno a la profesora del colegio. Que pereza, si, tener que volver a madrugar para sacar los cariños hipócritas, los afectos políticos, las heridas familiares en los pasillos de la vida. Que pereza volver a leer en la prensa que hay otro muerto en la esquina de mi casa, y otro en la cuadra del barrio, y otro en la avenida de mi ciudad porque la autoridad anda besándole los pies a la reina popular en el circo acuífero de los bellacos. Que pereza ver otra vez con mis ojos de envidioso este sol alumbrando el hambre ardiente de esos que se besan en la calle sin miedos ni vergüenzas. Que pereza volver a la vida normal y tener que darle gracias a Dios por eso; pero así es la vida. Hay que volver, hay que volver, hay que volver. ¡Imposible, todavía no puedo despertar! No quiero despertar. Hay que despertar. Hay que despertar…