jueves, 2 de junio de 2011

EL MISTERIOSO ENCANTO DE LAS PLAZAS DE MERCADO

Era un comprador promiscuo. A veces hacía mercado en las galerías, pero otras veces iba a los supermercados, donde todo “en apariencia” es más higiénico, más elegante, mas sano, más limpio, más seguro, más lindo, más cachetudo, más hidratado, más rico, más personal, más escogido, en fin, donde todo parece “más”, y es más caro.
Pero las plazas de mercado tienen su encanto y su misterio por donde se les mire, y volví a ellas. Allí uno puede darse el placer maravilloso de regatear los precios. Regatear permite (aprender) explorar tu capacidad de disuasión, de negociante. Regatear te exige saber defender tus ideas frente a la psicología del vendedor que tiene por principio nunca perder. Y si uno aprende (aunque-ilusamente) a ganarles a los vendedores de una plaza de mercado, quiere decir que es capaz de conseguir todo en la vida. A los niños de una escuela deberían mandarlos a comprar bananos para que aprendan a conseguir más por menos. Regatear es un juego tan placentero que a uno se la va la mañana comprando un aguacate, pero se regresa con una sonrisa de ganador en los labios para la casa; es tan placentero que muchas amas de casa mercan a diario, y obtienen tanta experiencia que cada día gastan menos. En cambio, los que no regatean, gastan más.
Ir a una plaza de mercado le permite a uno bajarse de la nube de profesional exitoso, elitista y medroso, para tratar con la gente sencilla y maravillosa del pueblo; gente que le habla a uno de las cosechas, los cultivos, las lluvias, las sequías; de la tierra y de la finca, de lugares que no hemos vuelto a visitar por miedo a la guerrilla y las minas quiebratas sembradas por El Ejército.
Comprar en una plaza de mercado es tratar con el colombiano real, sencillo y trabajador, que de manera eficiente y organizada nos vende con sus propias manos alimentos sanos, recién sacados del campo y vendidos a precios razonables. Es tratar con la gente responsable de que los alimentos naturales y buenos lleguen a nuestra mesa y podamos comer como Dios manda. Es verle la cara al colombiano que podría morir de hambre y sin empleo si el TLC es mal negociado, y los consumidores nos aconductamos a comprar bananos transgénicos (y cancerigenos) y ajos insaboros (entre otros) en los supermercados, en vez de consumir frutas, hortalizas y tubérculos de la tierra, cosechados a mano por nuestros campesinos, traslados a lomo de mula a la ciudad, vendidos con cariño en plazas de mercado, con sabor a Colombia, con olor a tierra.
Las plazas de mercado tienen otro misterioso encanto, allí puede uno conocer y ver a la gente como es, en realidad. Allí van hombres y mujeres a comprar sin maquillajes, sin fajas ni gafas, sin coloretes en la cara, sin peinados caros y perfumes de Chanel. Sin guardaespaldas, sin “chais” en la boca, sin tacones ni joyas que disimulan o camuflan la humanidad por vanidad. Los tipos se ponen sus bermudas y sus camisetas ajadas dejando ver sus panzas nobles y sus honrosas venas varices sin compliques; las señoras sin maquillaje ni moños en la cabeza, sin tacones ni prevenciones, salen a mercar en camisillas transparentes y sin brasieres, en pantalones bicicleteros y mostrando sus gorditos (o huesillos) sin complejos, y entonces uno se regocija con esos cuerpazos de “mamasotas” que tienen las amas de casa. Y comprar así, es un placer más que erótico, de verdad. Por eso, como puede ser un sitio para visitar y comprar en familia, puede ser un lugar para encuentros amorosos entre solas y solos, no lo duden.
Me encanta mercar, y cuando lo hago aprovecho para mecatear delicias asombrosas o desayunar en “mesas largas” donde tienen una sazón espectacular que nunca en ninguna otra parte del mundo podrías saborear. Te lo juro.

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