Tal como van las cosas, moriré de pánico antes de lo pronosticado por Ana, mi pitonisa de cabecera. Tantas historias de policías y ladrones, violentos y pendejos, atracos y secuestros, absurdos y dolores, me están matando de pena moral. Con cada día que pasa me estoy suicidando en una especie de eutanasia personal, un harakiri psicológico en medio de un insólito ataque de pánico colectivo. Ya ni el alcohol ni el Viagra me alegran las mañanas. A los treinta y cuatro años soy un pusilánime que comienza a temblar desde las cinco de la mañana y se encierra en el sanitario a escuchar las noticias y a morirse de miedo. Para los demás, tan solo soy un tipo de cantaleta aburridora y babosa al que nadie le para bolas. –¡Cucho quejetas!–me gritan.
Pero yo sé que no soy el único. Somos millones los que estamos atrapados por el pánico, lo que pasa es que los otros se quedan calladitos, por miedo, por cobardes, pero chisss...
Unos grupos armados me robaron la posibilidad de salir a respirar aire puro al campo, pasear o hacer turismo porque me causan pavor “las pescas milagrosas” y los asaltos de los piratas terrestres. Me quitaron la posibilidad de ir a burdeles, tener siete mujeres y un mocito, porque me da miedo contraer el SIDA. Me da pánico fumar Pielroja (como el hombre Malboro) por el cáncer, o fumarme un porrito de marihuana a lo Bod Dylan para escribir poesía, porque quién quita que me armen una operación Milenio y me extraditen. Me atemoriza ir donde el ortodoncista, no vaya y sea que me atraque prescribiéndome un frenillo de varios millones de pesos. Me asusta ir donde un optómetra: desde su Óptica, ya estoy necesitando gafas y eso cuesta un montón de plata y un par de lentes que me harían sentir como minusválido. Me da pánico ir donde un médico alternativo porque seguro necesita clavarme mil agujas o proporcionarme igual cantidad de pastillas, excelentes todas pero carísimas, que mi EPS no cubre. Me da miedo llevar a mi compañera donde el ginecólogo porque seguro le diagnostica una operación por complicaciones que sólo él ve, entiende y conoce. Me acojona comprar una casa porque no quiero empeñarle al Banco mi vida y la vida de mis hijos. Me atemoriza denunciar a un funcionario corrupto porque seguro que al otro día utiliza su “magia” para hacerme aparecer con la boca llena de moscas, a la orilla de cualquier cuneta. Me da pánico ir a bares o discotecas porque de pronto me abordan avivatos para robarme con escopolamina o venderme licor adulterado y me quedo ciego. Me da pánico ir a una iglesia a buscar a Dios porque mínimo tengo que darle un diezmo del diez por ciento de mi sueldo al pastor o al sacerdote. Me da pánico subirme a los buses destartalados de Popayán porque de pronto me bajo con chucha, enfisema, o sin billetera. Me aterroriza denunciar que en Popayán los buses urbanos están desbaratados porque de pronto un chofer se emberraca y me da un varillazo. Me da pánico comer carne o hamburguesas porque temo consumir carne de burro viejo o de perro enfermo molido y aliñado. Me da pánico ser político porque de pronto me hacen un atentado; o, como es el caso, no tengo vocación de mentiroso y me intimidan las calumnias de la oposición. Me da pánico hablar de política con extraños o en público porque de pronto hay infiltrados que quieren sacarme información quién sabe con qué fines.
¡Dios mío, tanto me han robado, tanto me han quitado, que ya casi sucumbo de pánico. Y tan grave estoy, que prefiero morirme solito y en casa, antes que estar en manos de un médico de los de veinte mil pesos la hora...
Por favor, no me maten: yo me mato solito de puro pánico. Y si me enfermo de improviso, por favor, no me lleven a ese hospital universitario de proletos que tenemos. Es horrible. Allí la desolación y la tristeza me matarían. Llévenme derechito al cielo, ¿Sí?
Se los agradezco. Amén.
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