miércoles, 12 de enero de 2011

LOS SOBREVIVIENTES DEL FIN DEL MUNDO

Abrí la puerta, y al tiempo que me santiguaba la tierra comenzó a mecerse como si debajo estuviera el mar queriendo hacer olas. Desde la esquina de la carrera catorce con calle primera vi como el barrio Cadillal se fue desboronando como si sus casas fueran de arena, de la tienda de la esquina un hombre salió corriendo para encontrarse con un chorro de ladrillos que lo aplastaron de inmediato, un automóvil rojo perdió el control, dio una voltereta completa y quedó a dos metros de mi lugar, cuando volví la vista a mi casa estaba desplomandose lentamente, lo suficientemente lento como para permitir que mi padre saliera cual héroe cargando a mis dos hermanos semidesnudos y mi madre inválida del susto. Ellos que salen y la casa que se termina de desplomar levantando un hongo de polvo y dejándonos sin nada, con miedo y una angustia sin nombre.
Pensé que éramos sobrevivientes del fin del mundo.
La madre de mi padre, la abuela Leticia, que se había venido de la finca a pasar la Semana Santa con nosotros estaba en misa, y la primera preocupación de todos fue ir a buscarla. Corrimos a la Iglesia del Cadillal, pero ahí no había nadie, alguien dijo que la misa de ocho era en San Francisco. En el camino, por la calle cuarta subiendo hasta el parque Caldas no encontramos más que escombros, polvo, llanto, gritos y dolor por doquier. La gente a nuestro paso nos pedía ayuda para desenterrar o cargar a sus muertos o heridos y la confusión era total. Mi hermano vomitaba y mi hermanita gritaba histérica a cada escena macabra que nos topábamos, mi madre entró en shock, tenía el color de la muerte en su rostro y sus mandíbulas duras nos asustaban. Mi padre daba zancadas inmensas llevando sobre sus hombros por un lado a mamá y por el otro a mi hermano. De la puerta de la iglesia San Francisco salían nubes inmensas de polvo y cuando menos le esperábamos, de entre ellas, como si fuera un ángel o un fantasma salió el padre Marín tosiendo y sacudiéndose la sotana. Fue él quien nos detuvo y nos dijo que toda la gente estaba en la catedral, que adentro no había nadie.

Eran minutos desesperantes, intensos, dolorosos... en la catedral ya la gente estaba organizada en una cadena humana sacando escombros y cuerpos, y pedazos de cuerpos. Entonces mi padre entró y busco a la abuela. A esas alturas mi hermano tenía los pies sangrantes y mi hermanita se había desmayado dos veces. Yo estaba uniformado de Scout, pues esa Semana Santa prestaba mis servicios de ciudadano como guía de turismo. Ser Scout me salvo la vida. Cada que el dolor, el miedo y la confusión intentaban ganarme la partida, me aferraba duro a la pañoleta, le oraba a san Jorge y me repetía mis deberes y principios aprendidos bajo la tutela del escultismo.

De pronto llegó mi padre con la noticia, la cúpula de la Catedral se había desprendido y la abuela estaba allí. Entonces, como pudo se volvió a echar a la familia a los hombros y nos fuimos en busca de mi abuela Carola. Allá los daños eran menores, todos estaban vivos y pudimos sobrevivir a la histeria de mis tías. La Abuela Leticia, la dueña de un universo más grande que Macondo murió ese 31 de marzo de 1983 en la Catedral de Popayán. Mi padre enloqueció por días. La perdida de todos nuestros bienes, de la casa, haber quedado en la inopia, de vivir de arrimados y hacinados por meses, a nadie le importó.

Gracias a la abuela Carola, otra matrona que no le come cuanto a la adversidad, una mujer sin miedos y sin perezas para trabajar pudimos sobrevivir sicológica y físicamente. La abuela se hizo cargo de todo y de todos. En su casa dormíamos hasta 20 personas entre hijos, nietos y bisnietos. Sus almuerzos familiares de domingo se volvieron de todos los días. Por meses asistimos a su casa una tropa cercana a cien comensales entre parientes y amigos. La entereza, firmeza y ejemplo de la abuela y mis padres hicieron que para mis primos, hermanos y yo, la tragedia no fuera para siempre, que la sonrisa volviera a nuestros rostros, y que por sobre todas las cosas, le diéramos gracias a Dios por habernos permitido conservar la vida y la unidad familiar a pesar de los pesares, del dolor y la tragedia, de la tragedia y de la muerte.

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