Marco Antonio Valencia Calle
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Van pasando los años y las arrugas no le hacen gracia a María Engracia. Con el correr galopante del calendario van llegando las enfermedades, los caros cuidados alimenticios y las visitas cada vez más frecuentes al médico. A María Engracia, la vida de vieja, no le gusta mucho que digamos. Tener que visitar al médico después de los suplicios padecidos para conseguir la cita, la enferman. ¿Quién podría alegrarse de las idas al médico con estos sistemas de salud, cada vez más perversos y neoliberales?
A mí tampoco me hace fiesta el corazón tener que venir al médico. Pero con la llegada de los carnavales y el nuevo año, me llegó de visita una gripa quiebra huesos que se manifiesta con malestar general, migraña espantosa y litros de mocos. Al toser, me duele hasta los tuétanos y por momentos siento angustia por falta de aire. La médico, por protocolo, pero sin interés verdadero, me toma el pulso y escucha mi respirar. Alcanzo a pensar que para ella es más importante su almuerzo que mi triste humanidad adolorida y mocosa. Se le nota el desinterés por mis dolores y quejidos. “El sistema la volvió inmune al dolor del otro”, pienso. Me estira la formula y “tome líquido y guarde cama”. Me receta unas pastillitas (de esas que recetan para todo y para nada) y, “vuelva si no mejora”. Le digo que llevo dos semanas enfermo, sonríe y sentencia: “Es que ahora anda mucha virosis por ahí, por el cambio de año, tú ya sabes”. Su actitud me produce lástima.
Salgo del consultorio y María Engracia está llorando, me siento a su lado y le pregunto el motivo. Dice que llora por las torturas que le producen la vejez. Entonces, sin saber por qué, me pongo a llorar con ella. Un tipo con barriga cervecera viene y pregunta el motivo de mi llanto. Le digo que no sé cómo, hace días perdí la risa y por nada del mundo la encuentro, y que la señora llora por su juventud perdida. Y sin más, el gordo se sienta a llorar con nosotros. Una adolescente de ojos achinados pregunta por qué lloramos, y el hombre contesta: “yo perdí mi salud, ella su juventud y él, dice que la risa”. Y se queda mirándola como preguntándole: “¿y vos?”. La niña de ojos rasgados se sienta a llorar igualmente. Pero no llora a suspiros entrecortados como nosotros, sino que berrea. La médica sale del consultorio, y cuando todos creíamos que iba a preguntar por qué llorábamos (yo hasta sospeché que se iba a solidarizar y a llorar con nosotros), sin decir nada, ignorándonos de plano, cierra con llave su consultorio, pasa sus ojos indiferentes sobre el coro de llorosos y se va, como si nada, en busca de su almuerzo con papas al ajillo.
Poco a poco vamos dejando de llorar, nos secamos las lágrimas ya con pañuelos, el reverso de las mangas de camisa o simplemente con los dedos. Nos miramos, y comenzamos a reír, al principio con una mueca de disculpa, luego con una sonrisa larga de “qué pena con ustedes”, y más tarde con una carcajada colectiva. Que “oso”. Llegar al colmo de llorar con gente desconocida, sin más ni más. No despedimos. Antes de alejarme alcanzo a escuchar a doña Engracia: “Después de todo. Gracias a Dios, todavía existen los consultorios médicos para venir a llorar”. Salgo del edificio. Abatido, y con más ganas de llorar. He descubierto que al final de unas buenas lágrimas, pueden existir luces para una buena sonrisa. Pero mi risa… sigue perdida.
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