Por: Marco Antonio Valencia Calle
Otra vez navidad, me digo mirando desde la ventana de un tercer piso a una mujer de caderas anchas presurosa que lleva entre sus manos una ancheta forrada en papel cristal rojo. ¿Será para su jefe o para su madre?, me pregunto. Le doy un sorbito a mi café, miro el cielo y me da por pensar que tengo tristeza, y entonces la tristeza se me introduce al cuerpo sin complicaciones. Sigo con la mirada las caderas de la muchacha y balbuceo un “mamacita” entre dientes, y entonces, igual, sin complicaciones, un pedazo de morbo se apodera de mi hombría. Pero las erecciones con tristeza no combinan y mejor dirijo la mirada a otra cosa. Los ojos me llevan a otra parte de la calle, y ante mi pobre humanidad, ganosa y maltrecha, aparece Papá Noel. Así gordo, de camisa roja y todo.
Esta viejo y camina lento como dice la canción de Piero. Se para frente al edificio y escarba todas las bolsas de basura que encuentra. Saca algunas cosas: periódicos, revistas, cartón, un juguete roto y un par de zapatos con los tacones quebrados. Es grande y encorvado, su cara no tiene barba blanca pero su pelo es cano y grasiento. Abriendo una bolsa hace fuerza, arruga la cara y deja ver que no tiene dientes superiores. Lo acompaña un perro color chocolate en vez de duendecillos, y a medida que va llenando su propia bolsa de los desperdicios de todos los vecinos, un carruaje se acerca. Es una carretilla de llantas torcidas tirado por un caballo langaruto que alza la cara y relincha mirándome sin verme.
Mamá Noel, se baja de la carretilla, sube una de las bolsas que antes cargaba el viejo y enreda su atención con un espejo que encuentra en medio de la basura. La mujer se queda mirando a sí misma como buscando una juventud perdida, acerca un ojo al espejo y se arranca algún pelillo de las cejas. Papá Noel le dice algo y la mujer se sube a su trineo de un salto, con una pirueta algo peligrosa para una vieja, y pienso que a lo mejor no es tan vieja, sino que tiene mala pinta por la vida miserable que tiene que vivir y de inmediato me acuerdo que estoy juzgando a priori, que no puedo decir eso, que cómo voy a saber yo si su vida es miserable, que a lo mejor esta vieja con su mugre, su trabajo y su gordo mueco, es más feliz que todos los que vivimos en el edificio.
Me tomo otro sorbito de café y miro las casas de enfrente. Este año hay pocos arreglos navideños. Esta pobre la navidad este año, me digo.
En eso llega mi enfermera, me quita el vaso de café de las manos, le quita el seguro a la silla de ruedas y quiere llevarme a la habitación de nuevo. Con la cara moviéndola de un lado para otro le digo que no, que no, y le señalo a Papá y a Mamá Noel en la calle, mientras hago esfuerzos sobrehumanos para que me entienda, pero la maldita enfermera todavía no es capaz de entender ni mu, de lo que intento decir con mis balbuceos. Empuja la silla en dirección a la habitación mientras yo sigo intentando comunicarme en un desesperado “gaga gooooel, aga gaga goel”. Si mijito, tranquilo que ya lo llevo a su cama de nuevo. Vas a descansar que mañana es navidad y te voy a dar un regalo bien bonito. Me resigno y me dejo llevar.
La mujer me lleva a la habitación, me carga y me pone en la cama sin escuchar ni reponer en mis palabras. Cuando me alza, aspiro de su perfume y me extasío, y cuando su cuerpo se estrecha con el mío, el calor de sus senos me hace sentir un estremecimiento. Un algo que recorre mi vida de cabo a rabo y siento un hilillo de miedo. Un miedo feliz, morboso que me hace sentir vivo. A esas alturas la hombría se nota y me siento turbado. La mujer me mira todo y quiero sospechar que se estremece por mi condición. Sale de la habitación dejándome solo. El otro día pensé que si esta mujer de cuarenta y pico de años, de tetas grandes, nariz operada y tristeza en los ojos me alzara de vez en cuando en su regazo, a lo yo podría ir mejorando poco a poco, hacer un esfuerzo más grande por mover la lengua, los dedos, el cuerpo mismo, hablar más claro y más firme, pero ni a ella, ni a ningún médico se le ha ocurrido esta terapia. Intuyo que ella solo ve en mi a un pedazo de hombre al que la faltan patas y manos… y hasta creerá que también soy lisiado mental.
Es noche de navidad y la mujer a lo mejor quiere estar con su familia, pero tiene que trabajar, tiene que cuidarme, y se siente triste y sola. Yo me siento triste pero no solo. Con seguridad piensa que soy un desgraciado sin nada en el cerebro. Yo pienso que es una hembra bonita con tristezas en el alma, y lo sé por el palpitar lento de su corazón en el instante que coloca mi cara sobre su pecho para pasarme de la silla a la cama. Lo peor de la navidad es estar solo. La navidad es para compartirla en familia así como lo hacen Papá Noel con Mamá Noel, que andan con su caballo y su perro, tal vez sus únicos familiares para arriba y para abajo en busca de vainas para reciclar, pero juntos. En cambio, esta enfermera de senos olorosos a pachulí y corazón lento, está sola y triste, seguramente igual que yo, monigote del destino, que una navidad se estrelló en una moto, ebrio, y que por los rezos de mamá, en vez de morir se quedó penando en este mundo tan cuadrapléjico, que ya nadie me determina y todos se van de vacaciones.
Sonrió, la enfermera me sonrió, y le correspondo… pero la enfermera solo ve en mí una mueca fea desde la puerta, y me mira como se ve a un niño recién nacido. Su soledad me acompaña.
Como sea, es navidad y ya he visto a Papá y a Mamá Noel en la puerta de mi edificio, quienes han venido a entregarme su regalo personalmente. A lo mejor muchos los han visto, pero pocos los han distinguido, y no se han dado cuenta de nada. Yo, que he perdido la facultad del habla, del oído y del movimiento, si he podido verlos y he recibido la gracia de ponerme a pensar en el otro, en la gente que me acompaña. Gracias Mamá Noel. Gracias Papá Noel.
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