por: MARCO ANTONIO VALENCIA CALLE
No puedo creer que han pasado 26 años… porque el dolor, la herida y la sensación de la tragedia todavía la tengo aquí, en el trauma que me acaricia la tristeza y la desolación más profunda que ser humano pueda imaginar. Tenía 15 años y me llegó el día de ver el horror y la muerte en un instante infinito que todavía no termina.
¡Tembló la tierra!, y pensé que había llegado el fin del mundo y la miserable suerte de ser un sobreviviente. Mi abuela Leticia, murió en la catedral agarrada a un Santo al que le oraba por mejores días, y que se le vino encima para protegerla del techo que colapsó. Mi casa, con todo lo que había en ella, construida en años de esfuerzo por mis padres, se desplomó y se volvió polvo en un segundo. Nos quedamos huérfanos de todos los bienes terranales, pero nos quedó la vida para comenzar de nuevo. Lo que perdimos ese día no lo hemos vuelto a recobrar jamás. El terremoto no solo se llevó nuestro hogar, se llevó todo lo que éramos y desde entonces deambulamos de un lugar a otro, sin encontrar la vida y la comodidad que disfrutábamos. A minutos del sismo caminamos en busca de la abuela por el sector histórico de la ciudad en medio de casas desplomadas, gritos, sangre y muertos. Escenas dantescas que se asoman en pesadillas y me hacen temblar todavía. Fue terrible, terrible. Por semanas enteras vivimos de la solidaridad de los vecinos y familiares, desorientados, temerosos, hambrientos, sucios, y en silencio. La abuela Leticia que era el centro del hogar, y la casa que teníamos por hogar (en el barrio El Cadillal) no estaban, y no sabíamos qué hacer. Nos quedamos huérfanos para siempre. Lo teníamos todo, éramos ricos. Y por el terremoto, lo perdimos todo. Todo… pero nos quedó la vida. Recomenzamos viviendo en hacinamientos familiares, comiendo en ollas comunitarias, agarrados a la fe y la camándula de mi abuela Carola, otra matrona creyente y sabía, que se dio a la tarea de aliviar la vida moral y física de familiares y vecinos con una generosidad infinita. Ahora que lo pienso, en mi familia nunca hablamos de esa página negra que vivimos. Hemos creído en la necesidad de olvidar esos días de lágrimas y pobreza extrema. Jamás hablamos de los días en que dormíamos hasta 24 personas en una sola habitación, de los meses en que fuimos a estudiar bajo en carpas de lona y guadua en medio de aguaceros despiadados porque el colegio también se había caído. Y menos de los días que a escondidas de mis padres, hambriento, hice fila para recibir coladas de bienestarina que se repartían en los colegios en colas infinitas bajo la lluvia.
Mi padre, orgulloso, nunca aceptó las ayudas del gobierno, ni invadió lote alguno para apropiarse de lo ajeno, ni nos dejó recibir ni usar ropa o alimentos que se repartían a los damnificados, ni hizo préstamos especiales para comprar vivienda y luego negarse a pagar como muchos. Nada. Volvimos a levantarnos de la miseria total con el sudor, el sacrificio y el sufrimiento de mi madre, que no sé cómo, volvió a levantar esta familia con hijos de bien y profesionales todos.
Y sé que hubo gente (de aquí o venida de otras partes) que sufrió el terremoto con menos daños físicos que mi familia, o no les pasó nada, y por efectos de la confusión que causó el terremoto se aprovecharon y consiguieron casas gratis o se apoderaron de las ayudas que nos llegaban. No los condeno, pero sus codicias avergüenzan.
Abuela Leticia, que Dios te tenga en su gloria. Señor, líbranos de otra tragedia como la del 31 de marzo de 1983...
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